Frente al viejo Mediterráneo
En verdad, casi todos los paisajes marinos se agolpan al rescate de la memoria y lo hacen como esas olas que, sin descanso, van dibujando una línea de playa repleta de recuerdos. Pero, en este caso, no fue sólo la propia playa la que provocó su evocación. Sino el regalo que me hicieron aquellas aguas... Leer más La entrada Frente al viejo Mediterráneo aparece primero en Zenda.
Hacía tiempo que me rondaba en la cabeza la idea de escribir sobre aquella costa solitaria bañada por el viejo Mediterráneo. Un lugar de imágenes potentes y con lejana remembranza sobre historias diversas, como la de aquellas naves de Génova fondeadas en esta especie de puerto natural, y que se unieron a las tropas de Barcelona y Pisa para liberar el puerto de Almería de piratas en 1147, o aquella otra, en la que la escuadra cristiana que se dirigía rumbo a la batalla de Lepanto en 1571, hizo reposo en estas mismas aguas.
En ocasiones, suele ser un objeto el que desentierra un recuerdo y su imagen. Por lo que a mí respecta, y durante los últimos meses, lo que quizá intervino como detonante fue tener sobre la mesa el fragmento pequeño de un ánfora de barro devuelto por el mar en la playa de los Genoveses. Desde el momento en que lo recogí del agua, supe que se convertiría en esa especie de tótem con el que a futuro contar algo. Puede, según dicen, que a veces los libros lo elijan a uno para ser leídos cuando rondamos frente a ellos. De la misma manera, es posible que, por su forma, brillo o color, tengamos una piedra o un objeto esperándonos en la orilla del mar con el que ser obsequiados. Quién sabe. Así es que, durante todo este tiempo, el pedazo de barro ha desplegado su influjo como esas sustancias que ejercen de catalizador en una reacción química y aceleran su proceso. Algo que, en silencio, me ha impelido a recorrer un territorio narrativo, entre lo real e imaginario, para que todo adquiera mayor sentido. ¿No resulta eso maravilloso para alguien que, como yo, en ocasiones borronea y junta palabras? Al menos, descubrir su origen o elucubrar acerca de ello es una tarea divertida. Pero, como digo, lo que más tarde sucedió, mientras tenía los pies sumergidos en el agua, con la vista sobre un horizonte silencioso, en una ensenada poco más o menos virgen y sin muchedumbre, puso de manifiesto el testimonio de que el mar, casi siempre, nos devuelve la mirada con un pedacito de su vieja historia.
¿Por qué será que presentarme solo ante el mar me hace retornar hacia la infancia o la juventud? Incluso ahora, cercado por el paso de los años, y con una perspectiva mucho más romántica sobre los paisajes costeros, todo evoca hacia las grandes aventuras y sus infortunios. La palabra mar, siempre me supone el estímulo de la lectura y el regreso a muchos de los acontecimientos que nos han acompañado como apasionados lectores a lo largo de nuestra vida. Es imposible no recordar a Homero, Stevenson, Conrad, Defoe, Melville, y tantos otros de una larga lista. Junto a ellos, uno es rehén y testigo directo de todas sus andanzas literarias. Miro ahora el estante y, junto a un pequeño velero de madera, veo algunas de sus novelas: La Odisea, La isla del tesoro, En los mares del Sur, Juventud, La línea de sombra, Billy Budd, Robinson Crusoe, Moby Dick, etc. ¿Quién no ha sentido en algún momento de su vida esa sensación de seguridad e impavidez con sus lecturas? Es una emoción sorprendente, porque ante el dolor, la soledad, el amor, la amistad, el honor o la muerte de los personajes que en ellas moran, uno siempre encuentra la serenidad y el sosiego que ya no se haya en otros lugares ni momentos de la vida.
En verdad, el mar es uno de esos lugares de los que uno no regresa nunca. Los que nacimos bajo el signo del agua, necesitamos de su presencia. Todo forma parte de una terapia que, en el origen de todo, resulta casi como el respirar; una íntima placidez viaja desde dentro y fuera de uno mismo con la extensión de sus aguas. En ocasiones, y con la misma emoción que supone la pasión de ese primer beso de juventud cerca del mar, perdura la imagen de ese niño pequeño que recibe la impronta inaugural de sus aguas entre el tambaleo de sus piernas al caminar. Es la imagen de un crío que sonríe y, sostenido por las manos de sus padres, hunde por vez primera los pies en la suave arena de una playa. Allí, mientras chapotea erguido con los pies, recibe ese primer bautismo. No está solo, pero casi. Pues, frente a ese mundo que aún desconoce aventurarse como la propia vida, hay una existencia de soledad incierta en el vaivén de sus aguas. Tal vez, no exista en la vida una sensación más fulgurante y aventurera que esa. Con los años, la mirada se expande como un mapa y, frente a tanta enormidad, el sol, la lluvia, el viento, las aves marinas y los barcos, conforman un nuevo paisaje que abandona los límites de la tierra y se adentra inexorablemente hacia un infinito hermoso, desgarrador y desafiante. A veces, me pregunto por qué todavía siento estas cosas cada vez que me acerco al mar.
Mientras acabo de escribir este texto a modo de viaje, enero se adentra en la travesía del horizonte; pincela los atardeceres con una luz que, cada día, se prolonga un poquito más. Mi fragmento de barro ejerce su efecto y tras la ventana, la luz tenue del ocaso me hace recordar que, a las afueras del pueblo marinero de San José, cerca de la playa de La Calilla, un sendero zigzagueante asciende entre algunas casas para encontrarse más arriba con el camino del Cerro Gordo. Desde allí, uno llega sin mucho esfuerzo hasta el collado del molino de los Genoveses. Un solemne y restaurado molino de viento, da la bienvenida al lugar que delimita con el solitario camino. Es octubre y la vista que nos ofrece el lugar sobre la sierra de Níjar en el Cabo de Gata, es extraordinaria. Recorro los alrededores del molino con la sensación de descubrir algo nuevo, olvidado a los ojos de otros y de la Historia. Sentado en un reposadero de piedra, pienso en la cantidad de trigo que en otro tiempo debieron moler sus antiguas aspas. En ese supuesto, veo al molinero que más tarde separa la fina harina de la molienda y que, con la ayuda de su hijo, la va cargando sobre un destartalado carro tirado por el veterano mulo de siempre. El pueblo de pescadores queda abajo y hay que llegar hasta la harinera donde depositar la harina y venderla. Creo oír al molinero en una conversación: “Vamos hijo, no demores, que esta harina y su pan han de apagar el hambre de muchos estómagos”.
Continúo el camino, y pienso en lo que significa ganarse el pan. Pues, desde la Biblia (“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”) hasta El Quijote (“Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo”), todo parece indicar que la relación entre el pan y la vida, junto a la del trabajo y cierto tormento, nos escoltan en la tradición oral desde hace mucho tiempo.
En poco más de dos kilómetros, uno se planta en la playa de los Genoveses. Por el camino, que discurre en silencio, sólo oigo las pisadas que voy dejando atrás sobre la tierra yerma y seca. El paisaje, a mis ojos, salvaje y rústico, parece hablarme de esa delicada existencia de lo deshabitado. Aquí, el silencio natural del desierto se antepone al rugido de las olas del mar en un ceremonial trance. No faltan en el camino ni las chumberas, ni las pitas, ni los jóvenes agaves que en las últimas décadas se empezaron a plantar para sobrevivir con el hilo de sus fibras. En apariencia, las figuras de los volcanes extintos se levantan como los custodios de este lugar ancestral. Con cada pisada el camino trasciende y aunque el día amaneció despejado, las nubes que han entrado por el norte templan el ambiente y cabe la posibilidad de que, al final del día, el cielo descargue agua.
¿Qué tiene este paisaje solitario y desértico que actúa con una fuerza extraordinaria? Su silencio es resonante, lúgubre. Casi en esencia, aún conserva la imagen de esos caminos de naturaleza viva transitados por muertos. Me recuerda un poco al arruinado Cortijo del Fraile en el Cabo de Gata, con ese sabor a Lorca y sus Bodas de sangre. Como si el hombre a lo largo de su historia estuviese siempre atado a un paisaje de vida y muerte.
En la otra linde, algo retirado, veo a un pastor que cruza con su rebaño de cabras. Lo hacen a través de lo que parece ser el cauce seco de una torrentera. Lejos de cualquier posible conversación, continúo la senda mientras el rebaño avanza a buena velocidad como si fuera una legión romana. He querido merodear antes de llegar a la Playa de Genoveses. Merodear es siempre descubrir y, para ello, he decidido subir a una loma en la base del cerro Ave María. Desde aquí, ahora el paisaje se torna exótico y los viejos senderos se bifurcan como cicatrices sobre la tierra. La presencia del mar lo circunda todo y parece adueñarse de esta vista. Tras la contemplación, llega el momento de aceptar su invitación y bajo para darme un baño en sus despejadas aguas. Este lugar y en la actual época del año, aún permite estas cosas.
Desde la playa, frente al viejo Mediterráneo y sumergido en sus aguas, el mar me revela ese espacio hermoso e inquietante; una soledad natural que, durante miles de años, ha sido el sustento en la cultura de los pueblos que vivían de él. Un paisaje líquido que ha permanecido intacto, real a los ojos de hombres y mujeres, y abandonado ya por los dioses. Después del baño, y purificado a merced de estas aguas, al salir a nado, permanezco de pie a pocos metros de la orilla. El vaivén de las suaves olas, arrastra la arena del fondo junto a pequeños guijarros y algas. Su sonido, sutil y firme a intervalos, es constante. Estoy concentrado en un velero que, a motor y con una marcha mínima, se desplaza frente a mí. Ha empezado a soplar algo de viento, y ahora su tripulante con el barco aproado a éste, se dispone a izar la vela mayor. En mi pensamiento le deseo buena travesía.
Hace rato que siento un suave golpeteo sobre el pie derecho. Como cuando alguien te llama con livianos toques. Miro sobre los pies sumergidos y, a través del agua, veo una mancha de color anaranjado pardusca movida por la sumisa corriente. Me inclino un poco y extraigo del agua lo que parece ser el trozo de una vasija de barro algo menor que el tamaño de mi mano. ¡Qué sorpresa! Sonrío emocionado ante este regalo. Es un fragmento de barro poroso, suave al tacto y lavado de tanto viaje por el mar —pienso—. Por su forma, parece que pertenece a la unión de una de las asas con el cuello de un ánfora. Correspondido por el regalo, levanto la mirada sobre el mar y en el imaginario, no me resulta difícil suponer cuál es su origen. Por un instante, conjeturo sobre el trabajo realizado por artesanos hispanos en algún alfar de la Hispania Bética. Y tras su industria, para uso y transporte de aceite o vino por el Guadalquivir, un cargamento de ánforas sale desde Gades (actual Cádiz) con rumbo a Ostia, el gran puerto de la Roma imperial. En su viaje, y con viento del Oeste, una corporación de navicularios con grandes pontos romanos cruza el Estrecho de Gibraltar y navega pegada a la costa oriental andaluza. Con buen viento y rumbo a Cerdeña, es posible que en una semana los barcos lleguen al puerto de Ostia. A un día del inicio de la travesía, tras una fuerte tormenta, el oleaje ha provocado daños en una de las embarcaciones y parte de la carga de las ánforas de aceite y vino se han roto al golpearse. Éstas, piensan sus tripulantes, no llegarán a ser almacenadas en el cementerio del Monte Testaccio, cerca del río Tíber, como sí ocurre con otras tras su vaciado. Así es que, deciden arrojarlas al mar. Frente al viejo Mediterráneo, a muchas millas de distancia y con la claridad que me permite la imaginación, varios esclavos tienen la encomienda de aligerar peso y espacio en la nave y arrojan por el costado de la embarcación muchos de los restos cerámicos. Desde la popa, un marinero (gubernator) que maneja los dos timones de la nave, contempla la faena y al levantar la vista sobre la lejana costa, hace un gesto de saludo con la mano.
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